jueves, 31 de mayo de 2007

El influjo de la luna

Nuestras abuelas contaban que la ropa que se lavaba con luna menguante quedaba más limpia con menos esfuerzo, y en los tiempos en que se lavaba a mano en lavaderos públicos esto era muy útil. Además cuando querían recuperar una planta enferma la podaban radicalmente en la luna nueva.

La creencia popular asocia el aumento de alumbramientos a la luna creciente y también considera que esta fase lunar aumenta el trabajo en los hospitales y en las brigadas de la Policía.

En el ámbito agrícola también se le atribuyen a la luna una serie de fenómenos que no se saben explicar de otra manera. Por ejemplo se dice que si se siembran los ajos en luna nueva, se salen de debajo de la tierra (los escépticos dicen que si se siembran bien hondos no se saldrán); también se dice que si se cortan las cañas en luna llena, en poco tiempo se harán negras y se estropearán enseguida… y así seguiríamos con una larga lista.

Lo cierto es que tenemos más presencia de la luna en nuestras vidas de la que quizá nos demos cuenta. Es muy difícil obviarla en su fase de luna llena, enigmática, brillante, sensual…, pero el resto de los días pasa desapercibida como todo lo cotidiano y a pesar de la indiferencia que de vez en cuando profesamos, la humanidad a lo largo de su historia tiene tanto que deberle… ¿cuántos poetas a lo largo de los tiempos le han cantado a la luna?, ¿cuántos amores se han declarado a la luz de la luna?, ¿cuántos paraísos lejanos y exóticos hemos evocado embriagados por su magia?

Marco Stanley Fogg nuestro protagonista, lejos de ignorarla, vive su vida intensamente condicionada por la existencia del satélite. Está a las puertas de la edad adulta cuando los astronautas americanos ponen el pie en la luna. Contempla el acontecimiento desde la barra de un bar consciente de que, si bien no era el acontecimiento más importante desde la creación, el hombre no había estado jamás tan lejos de casa. Seguro que no imaginó que años después Neil Armstrong en Valencia, (tal vez sea una coincidencia que la Luna en esta ciudad también sea famosa), declararía que el lado oscuro de la luna no es tal, sino “medio clara”, y que su primera sensación fue de “un descanso muy grande, se pudieron quitar los auriculares y disfrutar del silencio”, una sensación placentera que apenas unos pocos pueden narrar al resto de la humanidad.

Marco descubre la espiritualidad contemplando el cartel de un restaurante chino llamado El Palacio de la Luna. El destino, y una compleja red de significantes en torno a la luna, lo lunar y la luz, le llevan a trabajar como lector y acompañante de Thomas Effing, un viejo pintor paralítico. Y escribiendo la biografía de Effing, que éste quiere legar al hijo que nunca conoció, Marco Stanley Fogg descubrirá, en un viaje que le lleva desde el Palacio de la Luna, , a los lunares paisajes del Oeste americano, los misterios de su propio origen, el nombre y la identidad de su padre.

Para otras personas, no obstante, la luna es capaz de “enamorar al toro”, y sacar de sus cabales al hombre lobo, pero de ahí a que lleve a las embarazadas al paritorio nada de nada. Según estas personas la creencia popular, según la cual la luna influye en la conducta humana, carece de fundamento. Para ellas, sólo hay un grupo de seres racionales sobre el que tiene una clara y demostrada influencia, y son las parejas de enamorados, y no pueden descartar que ocurra porque estos individuos sufran algún “trastorno temporal de la personalidad” que nada tiene que ver con el satélite.

Considero el escepticismo un motor de desarrollo de la humanidad, pero a veces pienso que algunos estudios tienen como único propósito despojar al hombre de la opción de explicar lo que no entiende a través de la magia y, sin embargo ¿no es necesario para el ser humano lo maravilloso, lo enigmático, lo inexplicable? Creo que quién no crea que la luna provoca en nosotros muchas más sensaciones de las que pensamos, debería salir a la terraza, contemplarla durante un rato y dejarse seducir por su mágico influjo.

miércoles, 16 de mayo de 2007

El béisbol

Las referencias al béisbol son continuas en la primera parte de "El Palacio de la Luna" . Juegan en ocasiones el papel de contextualizadoras de los acontecimientos y en otras ocasiones son un mero recurso literario.
Mientras examinaba los papeles lleno de reverencia, me miró con lágrimas en los ojos y predijo audazmente que 1969 sería el año de los Cubs. Casi acierta, claro, porque de no haber sido por un bajón al final de la temporada, combinado con el meteórico ascenso de esa chusma de los Mets, seguramente así habría sido.

« Me miré el pecho y vi que llevaba una camiseta de los Mets. La había comprado a principios de año en una venta de ropa usada por diez centavos.
-Ni siquiera me gustan los Mets -dije-. Yo soy de los Cubs. »

[The infamous black cat circles Ron Santo in 1969 at Shea Stadium, just before the "Mircale Mets" write another chapter of the Cubs curse.]

Seguí el espectacular descenso de los Cubs con especial interés, asombrándome de lo rápidamente que el equipo se había desmoronado. Me resultaba difícil no ver paralelismos entre su caída desde lo más alto y mi propia situación, pero no me lo tomaba como algo personal. En el fondo, la buena suerte de los Mets me gratificó bastante. Su historial era aún más abominable que el de los Cubs y presenciar su repentino y absolutamente improbable ascenso des-de las profundidades parecía demostrar que cualquier cosa era posible en este mundo. Esa idea me proporcionaba consuelo.

A propósito de la influencia del béisbol en Paul Auster se cuenta la siguiente anécdota (extraída de aquí):
En 1955, convertido en un aficionado al béisbol, se encuentra en el estadio con Willie Mays, el jugador de los New York Giants.
Why Write?: “Mr. Mays”, dije, “¿podría, por favor, tener su autografo?”(...)

Su respuesta a mi pregunta fue brusca, pero amigable. “Claro, niño, claro”, dijo. “¿Tienes un lapiz?”. Estaba lleno de vida, recuerdo, lleno de energía joven, se movía de un lado a otro mientras hablaba.

Yo no tenía un lápiz, así que la pedí a mi padre el suyo. El no tenía uno tampoco. Tampoco mi madre. Ni, cuando voltee a mirarlos, los demás adultos.

El gran Willie Mays se quedó ahí, mirando en silencio. Cuando fue claro que ninguno del grupo tenía algo con qué escribir, se volteó y encogió los hombros. “Lo siento, niño”, dijo. “Si no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo” Y entonces se fue caminando, fuera del campo, hacia la noche.

Después de esa noche, comencé a cargar un lápiz conmigo a cualquier sitio que iba. Se convirtió en mi hábito nunca dejar la casa sin estar seguro de llevar mi lápiz en mi bolsillo (...)

Si algo me han enseñado los años ha sido esto: si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Como me gusta decirle a mis niños, así fue como me convertí en un escritor”.

martes, 15 de mayo de 2007

Cadena de curiosidades

Abrimos la cubierta, pasamos la portada, una página más y ¡zas! He aquí la dedicatoria. Primera sorpresa, este libro, en el que un hombre que no ha conocido nunca a su padre se verá arrastrado por el destino al conocimiento de sus orígenes, está dedicado por su autor a Norman Schiff, su padrastro, con quien se había casado su madre tras divorciarse de Samuel Auster.
Cuentan las biografías “oficiales” que fue por mediación de él por lo que Paul consiguió un trabajo en un barco petrolero de la Esso para trabajos variados.
Eso ocurrió aproximadamente (yo no soy una “biógrafa oficial”, así que perdonen mi inexactitud) en torno a los años 1969 o 1970, fechas en las que precisamente se ambienta el inicio del relato de “El Palacio de la Luna”.
Quizá no sea un dato relevante, pero da que pensar.
Supongo que Norman Schiff debió ser en la época una persona de gran ascendencia en la vida del joven Paul, así como también debió serlo su tío Allen Mandelbaum cuya biblioteca empieza a leer el futuro novelista cuando contaba sólo 10 años. Allí descubrió a autores como a Fyodor Dostoyevsky, así como su propia vocación. Se dice que desde entonces Paul Auster ya estaba seguro de que quería ser novelista.
No son extraños pues los matices dostoievkianos con los que Paul Auster tiñe la decadencia voluntaria en la que se sume su protagonista M.S. Fogg en el primer capítulo de esta novela.
Tampoco parece una casualidad que el pariente que más ha marcado la infancia y la juventud de Marco Stanley Fogg haya sido su tío Victor quien, por toda herencia, le deja una montaña de cajas de libros (¿transmutación de la biblioteca del tío de Auster en la que él se inició en la pasión por la literatura?).
Habitualmente no tengo esta tendencia a permitir a mis pensamientos saltar desde la realidad biográfica de un autor a la ficción novelada de sus personajes, pero con Paul Auster ¿quién puede resistirse? ¿Dónde está el límite entre lo uno y lo otro?

Marua

lunes, 7 de mayo de 2007

El principio de todo

Y en el principio, el todo. Así puede afirmarse de esta novela. Paul Auster inicia “El Palacio de la Luna” con un largo párrafo en el que se sintetiza todo lo que desde ahí ocurrirá:

Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida.