lunes, 4 de junio de 2007

El arte en el cap. 4º de "El Palacio de la Luna"

Entre las múltiples y ricas referencias culturales que pueblan la literatura de Paul Auster ocupan un lugar destacable las concernientes a la pintura. Ello debe enriquecerse sin duda con las aportaciones de destacados pintores contemporáneos con los que Auster mantiene lazos de amistad. Así es el caso de "El Palacio de la Luna". Auster confesaba en una entrevista en mayo de 1995 (publicada en el "Dossier Paul Auster: la soledad del laberinto" de Gérard de Cortanze) su deuda a este respecto con David Reed:
«Sí. David Reed, un amigo pintor, es la fuente de muchos elementos que aparecen en El Palacio de la Luna. Fue él quien me habló de Blakelock. Es su experiencia como recluta (y no la mía) la que cuento a través del personaje de Fogg. Con él viajé al Oeste, a las montañas del Oeste, a Arizona y Utah, donde vivía... El Palacio de la Luna debe mucho a David Reed.»
Así pues el cuarto capítulo de "El Palacio de la Luna", que en estos momentos estamos leyendo, está plagado de referencias al mundo de la pintura. Es el capítulo en el que se inicia la relación de Fogg con Thomas Effing un viejo paralítico que, en otro tiempo, fue un gran pintor. El mundo de Effing y el relato de su vida que ofrece al joven Fogg están marcados por su condición de pintor. Asimismo el paisaje en que se desarrolla gran parte del relato del pintor es un paisaje también por sí mismo de gran riqueza pictórica.

Veamos pues algunas de estas referencias al arte:

«Había un solo cuadro en la habitación, un grabado grande dentro de un marco negro, que representaba una escena mitológica llena de figuras humanas y de una plétora de detalles arquitectónicos. Más adelante supe que era una reproducción en blanco y negro de una de las tablas de una serie de pinturas de Thomas Cole titulada El curso del imperio, una saga visionaria del esplendor y la decadencia del Nuevo Mundo.»
[Ralph Blakelock. Moonlight]
«Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo -el centro matemático exacto, me pareció- y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término había dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible.»

«-Ralph me dio la idea -dijo-, pero fue Moran quien me convenció de que lo hiciera. El viejo Thomas Moran, con su barba blanca y su sombrero de paja. Vivía en Long Island en aquellos tiempos y pintaba pequeñas acuarelas del estrecho. Dunas y hierbas, las olas y la luz, toda esa faramalla bucólica. Muchos pintores van allí ahora, pero él fue el primero, él inició todo eso. Por eso me puse Thomas cuando me cambié el nombre. En honor suyo...»


[Thomas Moran - Moonlit Seascape 1891]


Marua

viernes, 1 de junio de 2007

¿Que por qué la Luna?

La Luna, Mene, Selene… siempre cambiante, siempre en el tránsito de una fase a la otra, siempre cambiando de lugar y forma, es al mismo tiempo símbolo de tranquilidad, paz y silencio (ese singular silencio que Neil Amstrong contaba haber experimentado al poner su pie por primera vez en la superficie de nuestro satélite); de luz (la luz de la razón) y de misterio (el lado oscuro de la Luna es el del cosmos y el del ser humano).
Ese silencio, esa tranquilidad de la Luna acompañan a Fogg, protagonista de “El Palacio de la Luna” -novela cuya lectura y debate nos ocupan en la actualidad- desde el primer capítulo. En esos primeros momentos de introversión, de ensimismamiento en su propio ser, la luna lo interpela desde las letras de un cartel de neón, como el haz de luz de un faro: es la luz y es el silencio. Es también ese un momento en el que Fogg cae en un dejarse llevar, inerte, por la corriente sin retorno de las circunstancias. La vida es entonces sólo un fluir que le conduce a la autodestrucción. Un fluir que está en la raíz de todo. El cambio es paradójicamente la mayor constante en el cosmos, en nuestras vidas. El propio Fogg nos recuerda en el capítulo 2 a Heráclito, el filósofo griego que defendía que el fundamento de todo está en el cambio incesante, que todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa. “Panta réi”, todo fluye.
La causalidad ya no era el oculto demiurgo que gobernaba el universo: abajo era arriba, el último era el primero, el final era el principio. Heráclito había resucitado de su montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades: la realidad era un yo-yo, el cambio era la única constante.
Así es como Fogg se deja fluir hasta que es salvado, momento en que su vida da un giro completo y se transforma en otra absolutamente distinta.

¿No es ese el mismo proceso de la Luna? ¿No “fluye” continuamente desde la completa luz y blancura hasta la absoluta oscuridad y negritud? ¿No es siempre única pero siempre distinta?
Esta otra cualidad de la vieja Selene acompaña pues al protagonista de esta novela de Paul Auster a partir del momento en que empieza a dejarse llevar por la inercia de los acontecimientos.
Una vez renacido de esa fase, lo vemos sucumbir al amor ¡De nuevo la Luna! De nuevo el símbolo de los enamorados. Selene que enamorada apasionadamente del pastor Endimión, abandona cada noche su trono en el cielo, en el turno que le cede su hermano Helios (el Sol) y a la espera de la llegada de su hermana Eos (la Aurora), e, incumpliendo su deber, baja a la tierra a recostarse dulcemente junto a su amado. Selene, la Luna, eterna compañera e inspiradora de enamorados, presente una vez más en un momento crucial de la vida de Marco Stanley Fogg.
Y de nuevo su vida da un giro, se inicia una nueva fase lunar, una fase que lo lleva a oír la historia de un vagar por un inmenso desierto salado, silencioso, rocoso, rudo, estéril. ¿No es ese un vagar por un territorio que más bien podría decirse de la superficie lunar?


Y aún vamos sólo por el capítulo 4, pero ¿alguien cuestionaría ya el por qué del título de esta novela?

Marua